PROPOSITOS DE AYER. REALIDADES DE HOY
Que nuestra vida está llena de propósitos, no lo duda nadie.
Que el porcentaje de los que cumplimos sólo depende de nosotros, tampoco.
Entonces, ¿por qué nos cuesta tanto llevarlos a cabo?. ¿Qué hace que no nos atrevamos a realizarlos si está en nuestra mano hacerlo?
Soy un claro ejemplo de ello, no lo voy a negar.
Siempre pensando en muchas cosas que luego acaban en el tintero al poco tiempo. Por apatía, indecisión, falta de convicción o pereza.
Sí, algunos los llevo a cabo, faltaría más. Pero casi más por probabilidad que por otro motivo.
Somos, en un alto porcentaje, dueños de nuestro propio destino. Pero muchas veces dejamos que sean factores externos los que decidan ese destino.
¿Es, tal vez, el miedo al fracaso lo que nos atenaza?
Es muy fácil decir aquello de «mejor fracasar que no intentarlo», pero muy difícil hacer algo sabiendo de antemano que podemos fracasar pudiendo permanecer en la comodidad de no asumir el riesgo. La vida es para los valientes.
Eso sí, para los valientes. No para los inconscientes.
Que muchas veces tendemos a confundir los términos, y es justo en ese preciso momento en el que las probabilidades de que acontezca ese fracaso se multiplican proporcionalmente al tamaño de la inconsciencia.
Según estaba escribiendo esto, y pensando en mí mismo, he llegado a la determinación de que lo que soy es un soñador ensimismado.
Ensimismado en la idea idealizada –permítanme el epíteto–, la cual veo tan bien en mi cabeza, que con tal de no estropearla, prefiero no llevarla a cabo para mantener por siempre esa imagen pura de la misma.
Y es que no está de más soñar –de hecho es bueno hacerlo, porque muchas veces el más insospechado sueño puede ser la fuente de la que nazca la mejor de las ideas–, pero si no intentamos plasmar nunca esos sueños en la realidad, siempre serán eso, sueños.
Últimamente, y ya era hora, he ido dejando poco a poco ese papel de soñador ensimismado y he conseguido llevar a cabo cosas que llevaban demasiado tiempo en la lista de cosas por hacer –la cual nunca leía, por lo que era altamente improbable poder cumplirla–.
He pasado de ser el procrastinador número uno disfrazado de soñador (a quién no le he contestado alguna vez con mi sempiterno «el lunes»), a convertirme en un forjador de sueños.
Eso sí, muy lento. Lentísimo.
Pero estoy orgulloso de darme cuenta que ya he tachado muchas cosas de aquellas que por un momento pensé que se iban a quedar por siempre en la lista.
Ahora ya las puedo mirar los ojos y decirlas sin miedo: «A callar, que ya estás hecha. Cero reproches, malvada«.
Para acabar, algo os voy a decir si os pasa esto también a vosotros: no perdáis nunca la ilusión, no. Pero sabed que las cosas acaban ocurriendo por acción, no por inacción. Y si no os veis capaces, dejad sed empujados por los amigos, que están ahí, entre otras cosas, para eso.
Besos para ellas y un abrazo para los demás.
Se os quiere y lo sabéis.
P.D.: «La vida secreta de Walter Mitty«, la versión de Ben Stiller, es un película que os puede ayudar a arrancar. Y si no me creéis, vedla, y me decís.
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