NAVIDAD DEL 93 EN EL SANJO

NAVIDAD DEL 93 EN EL SANJO

NAVIDAD DEL 93 EN EL SANJO

He vivido, o estoy apunto de ello, 43 Navidades.

De las primeras de mi vida, no recuerdo nada. De algunas de entre medias, tampoco recuerdo mucho, no os voy a engañar. Pero sí me acuerdo mucho de una, y no sé muy bien porqué. La Navidad del 93.

Fue mi último año de colegio, y quizá porque allí las cosas se vivían de manera distinta, tengo tantos recuerdos.

Había más intensidad en todo lo que se hacía, más ganas, más ilusión. El mundo todavía estaba por descubrir. Cada día que pasaba era un territorio por conquistar.
Y por supuesto, las mujeres ya eran mujeres. Mientras nosotros todavía éramos unos niños, sin duda (y no digo que no sigamos siéndolo aún, 25 años después). Esto deja una marca más indeleble que la tinta de un Rotring.

Con la perspectiva que me han dado los años, ahora puedo llegar a afirmar que a pesar del poso canalla que teníamos, que siempre gusta –o por lo menos eso creíamos–, estoy seguro que nos odiaban más que nos amaban. Éramos unos cretinos…
Menos mal que el tiempo nos dio esa segunda oportunidad que no siempre da, y puedo decir que, a día de hoy, la cordialidad ha vuelto entre los chicos y las chicas de COU del Sanjo.

Recuerdo esas Navidades del ’93 como una de las mejores de mi vida. Y me hace gracia que, al echar la vista atrás, me veo yo mismo en aquella época como soy actualmente, o sea mayor. Cuando sin duda era un pipiolo de diecisiete años.
Diecisiete años, y nos creíamos los reyes del mundo. Pensábamos que todo lo sabíamos, y creíamos que los profesores no. Que no nos daban la razón porque «nos tenían manía». Qué atrevida es la ignorancia, madre mía.

El espíritu navideño que tan profundamente tengo instaurado en mi interior, aquel año hervía a borbotones.
Recuerdo ir siempre con un gorro de Papá Noel, ya fuese de día o de noche. Felicitar la Navidad de acera en acera sin ninguna vergüenza o miedo a que me tachasen de cursi, pardillo o cualquier tipo de apelativo poco amigable (da pena ver como hace no tanto tiempo, lo políticamente correcto todavía no tenía sometida a esta sociedad). Recuerdo pasar el día en la calle, atraído por el ambiente festivo que todo lo inundaba… Ir al colegio en esas fechas ¡era un placer!

Hicimos tan buena piña aquel año, que hasta nos juntamos gente de lo más variopinta para componer e interpretar un villancico para la función/concurso navideño del colegio.
Creo recordar que quedamos segundos o terceros, pero sin duda, porque «nos tenían manía» –y sino juzgad vosotros mismos si una canción que empezaba «Basta ya de turrones y de champán, al hijo De Dios hay que escuchar. A todos los hogares debe llegar, la buena nueva y la amistad», cantada por unas 20-30 angelicales voces adolescentes, no merecía el primer lugar–.

Quizá por saber que aquel sería el último año que íbamos a pasar en el colegio que nos vio crecer, hizo que todos estuviésemos más dispuestos a disfrutar de cada segundo allí vivido.
Al fin y al cabo estábamos a punto de finalizar el primer gran ciclo de nuestra vida, que no era otro que aquel que nos había dado cosas tan importantes como nuestros primeros amigos. Durante el cual habíamos sentado las bases de nuestra formación académica y humana, y había que conseguir que nuestro particular canto del cisne fuese memorable.

Creo, sin duda, que lo logramos.

 

Besos para ellas y un abrazo para los demás.
Se os quiere y lo sabéis.

 

 

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