DOLORES O’RIORDAN ME SALVÓ LA VIDA
Mucha tensión. Demasiada.
Acumulamos estrés producido por un exceso de trabajo, de obligaciones, de responsabilidades. Y eso no es bueno.
El mío, como el de todos, lo solemos padecer en silencio. Total, estamos igual o parecidos cada uno de nosotros. Así que para qué hacérselo ver a los demás si ya lo ven en ellos mismos.
Lo malo es que lo tenemos tan arraigado y asumido que ya apenas notamos esa tensión en nuestro cuerpo, ese rictus rígido en el rostro, ese estado de permanente guardia en espera del siguiente giro de guión que nos ha escrito la vida y del cual vamos a ser protagonistas.
Pero esta mañana, no sé todavía muy bien por qué, ha empezado a sonar «Ode to my Family« en la televisión sin yo proponérmelo. Y de repente, algo dentro de mí ha hecho click. Por un momento mi cuerpo ha entrado en un estado de paz absoluta.
He levantado la vista y allí estaba ella, Dolores O’Riordan, con The Cranberries. En blanco y negro, cantando sobre un escenario.
Y su voz me ha transmitido sosiego. Un sosiego de esos que te llevan a la calma. A no pensar en nada, ni siquiera en la propia canción aunque parezca una contradicción. Y a ver la vida de una manera distinta a la que estamos acostumbrados.
Y ¿qué he hecho?
He salido a la calle y me he ido a la Plaza Zorrilla. Al sitio de mi recreo.
Pero no a la nueva, con su imponente fuente y sus vistas de foto de reclamo turístico, no. Sino a la otra, a la que se esconde entre frondosos árboles y donde, en mi adolescencia, muchos días comí pipas como si no hubiese un mañana, esperando a que llegasen mis amigos para intentar ligar con las niñas de colegio a las que los madrileños –con alma malagueña– Mamá les dedicaron una canción.
Y me he sentado en sus bancos de madera. Por supuesto en el respaldo, que es donde hay que sentarse cuando tienes 14 años –que son los años que tenía en ese momento–, y me he quedado allí un rato escuchando música.
¿Por qué lo he hecho?
Ni idea. Ha sido un acto reflejo como la reacción de la pierna cuando el médico nos da un pequeño golpe en la rodilla. Pero como sabía que esa sensación no iba a durar mucho, había que aprovechar el momento, y como un zahorí buscando agua mi instinto me ha llevado allí.
Además, podía hacerlo porque por primera vez en muchos meses no tenía absolutamente nada que hacer. No tenía a nadie a quien esperar, ni nadie que me esperase.
No creo que haya estado mucho. Quizá quince o veinte minutos. Pero ¿para qué más? Ha sido un momento muy agradable en el que ha disfrutado de una vida que ya no tengo. De una vida que me temo que ya ninguno de los que me estáis leyendo tiene, y que deberíamos procurarnos de vez en cuando.
Y no me refiero a tener 14 años otra vez, sino a tener tiempo y a aprovecharlo en cosas que, aunque parezcan que no tienen importancia y son banales, igual nos pueden salvar la vida. Evitando, con su lenta cadencia, con su parsimonia, que ese estrés que nos acucia acabe con nosotros.
¿Me ha salvado Dolores O’Riordan la vida?
No lo puedo asegurar, la verdad. Pero tampoco puedo decir que no lo haya hecho.
Así que, por si acaso, ¡Gracias, Dolores, que estás es los cielos!
Besos para ellas y un abrazo para los demás.
Se os quiere y lo sabéis.
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