LO REPETIRÍA UNA Y MIL VECES

LO REPETIRÍA UNA Y MIL VECES

LO REPETIRÍA UNA Y MIL VECES

Viernes 20 de mayo, sobre las 10 de la noche.

Sin mucha convicción me acerco a la puerta 21 del Estadio Santiago Bernabéu a intentar conseguir número para acceder al pit del concierto de Bruce Springsteen. Para el cual tengo entrada desde el 3 de marzo, a las 10:53 de la mañana.

Y sí, lo consigo.
El 854 para ser más exactos –que llevo escrito en mi mano izquierda–. Y que intentaré que se borre lo menos posible hasta que me haga falta para acreditar, en unas horas, que quiero ser parte de ese grupo de locos que mañana se va a enfrentar a 6 horas de cola –más 3 de espera dentro del estadio– para ver el músico de New Jersey. Tan de cerca, que es probable que alguna gota del sudor, que tan dignamente le recorre el cuerpo, caiga sobre mi como señal de bautismo de auténtico fan.

Este peregrinaje comienza a las 9 de la mañana del mismo sábado. Pasando revista para ver si de verdad quieres ser parte de esto, o simplemente te pasaste por allí anoche de casualidad.
Primera llamada, y el orden, a pesar de estar todo organizado por fans, es impecable. Entre otras cosas porque los allí presentes estamos a lo mismo, que no es otra cosa que disfrutar del día desde el primer momento.

A las 12:00 nos vemos de nuevo, esta vez ya pertrechados para aguantar hasta que acabe el concierto. Y el orden y la organización siguen siendo impecables, a pesar de ser ya unas 1500 personas las que estamos allí, y subiendo.
Tenemos 6 horas por delante en la que nos va a dar tiempo a hablar con todos, a compartir lo que llevamos en las bolsas (Olga, Presbi, qué rico estaba el bocata de jamón ibérico. ¡Gracias!). Y sobre todo, a contar y escuchar todas las anécdotas que hay alrededor de conciertos como el que estamos a punto de vivir.
La espera se hace más amena de lo que se podía pensar en un principio, dado que iba solo.

Porque sí. No sé si lo sabíais, pero fui solo.
Tenía claro que el «te digo en un rato si voy contigo» no iba a provocar una vez más que me fuese a quedar sin la entrada que quería. Y como el objetivo principal era ver a Bruce y disfrutar del show, lo iba a hacer solo o acompañado.

Las 18:00 y se abren las puertas. Te ponen la pulsera acreditativa, ¡y para dentro!
De nuevo, en orden y sin agobios, empujones, ni carreras. Como mucho, podías acelerar el paso para adelantar discretamente a alguno que se ha quedado ensimismado viendo el Bernabéu desde el césped. Entras al pit, marcas tu zona, y al suelo a descansar, que todavía quedan tres horas para que empiece el concierto.

Bueno, al suelo quien pueda. Porque servidor, al igual que las 6 horas anteriores, de nuevo de pie. Gracias a esta rodilla mía tan simpática, que en el momento en que me siento como los indios, decide que ese ángulo es mejor que el otro, y que se va a quedar así. A no ser que quieras ponerla recta de nuevo, sufriendo un intenso y agudo dolor, con chasquido como banda sonora.
Muchos años de pinchadiscos, y más aún de cofrade, como para acobardarme ante muchas horas de pie por delante. ¡No hay problema!
Además ya podemos disfrutar de cervezas fresquitas que hacen la espera más agradable, que se suelten aún más las vergüenzas, y que conozca a los tres valencianos locos, las dos andaluzas saladas, y esa profe inglesa que me cuenta que sus padres vivieron el Londres de finales de los 60, principios de los 70. Y que vieron tocar a Hendrix, Clapton o The Clash… Envidia cochina siento en ese instante.
Buenos compinches de concierto he encontrado, como comprobaré a lo largo de la noche.

Estoy cansado, lo reconozco, y aún solo son las 21:00. ¿Aguantaré?
A las 21:20, y tras los primeros acordes de Badlands tengo claro que aguantaré. Aguantaré todo lo que quiera que aguante ese señor que tengo a escasos metros, y que hace que los 3.000 locos que están a mi alrededor –que estamos acotados como para impedir que nuestra locura se propague, y que vemos, en apabullante mayoría, la juventud como algo ya lejano– nos encontremos sometidos a su embrujo.

Salto, brinco, grito hasta el extenuación. Canto lo que me sé, y lo que no, me lo invento. Que en eso los españoles tenemos una técnica depuradísima.
Y toco la batería. Mucho. Me duele la muñeca, pero da igual. Hay que lanzar energía de todas las maneras posibles.

Sé que los puristas no estaban muy contentos con el repertorio, del cual esperaban una revisión más profunda del The River que da nombre a la gira. Pero los que no lo somos tanto estamos encantados.
Encantados de escuchar un enorme Point Blank y estremecerme. Waitin’ on a sunny day y ver que el chico al que sube al escenario se abraza a él como el que abraza un dogma desde la convicción absoluta. Born to run, y darte cuenta que desde ella se puede emprender cualquier camino. Tenth Avenue Freeze-Out y ponérseme la piel de gallina cuando aparece la silueta de Big Man –y de Danny Federici, también caído en acto de servicio–. Lloro, no lo puedo evitar (al igual que ahora al recordarlo, mientras lo escribo).
Ver que Dancing in the dark, que es una canción a la que no tengo mucho afecto, es la excusa perfecta para agradecer, a los afortunados a los que sube el escenario, todas las horas de espera y «sufrimiento».

Y al final, y como remate, él solo –con su guitarra y su armónica– frente a todos los allí presentes. Mientras canta la «posiblemente mejor canción de la historia», Thunder Road.
Ya no le pido más a la noche.

Así que tras todo esto, doy fe, lo puedo jurar, y lo puedo escribir ante notario y firmarlo: a nadie le llaman «The Boss» por casualidad.

 

Besos para ellas y un abrazo para los demás.
Se os quiere y lo sabéis.

P.D.: lo repetiría una y mil veces

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