ME EQUIVOQUÉ

ME EQUIVOQUÉ

ME EQUIVOQUÉ

He soñado con frío.
En particular con el que hacía en una buhardilla del bario latino parisino de mediados del S.XIX, habitada por un grupo de artistas. Que no consiguen calentarla a base de usar antiguos legajos –que no lograron el éxito esperado– como material de combustión para su estufa.

¿Y por qué este sueño?
Teniendo en cuenta que la calefacción central de mi casa la hace tener una temperatura a mitad de camino entre el clima tropical y el infierno, imagino que por pasar frío mientras dormía, no fue.
Que el domingo hubiese ido, por fin, a ver La Bohème, lo hace más probable.

Y al contrario de lo que pensaba yo mismo aquí, cuando decía que sería de las personas que no lograrían amar la opera a la primera, ya puedo decir que me equivoqué.
Pensaba eso porque sólo la había escuchado en grabación. Y, aunque las hay muy dignas, no es lo mismo. Ni remotamente, puedo apostillar.
De ahí que creyese que iba a ser de los que simplemente la llegaría a apreciar sin conseguir enamorarme de ella «at first sight».

A pesar de ser un representación hecha en un teatro, y con la orquesta en el escenario en vez de en el foso, lo que dejaba poco espacio para la escenografía, fue escuchar los primeros acordes y abrírseme de manera instantánea los ojos y los oídos.
Mi amor empezaba a brotar.
Pero sin duda, y sin ser yo un experto en la materia, escuchar la frase «che gelida manina» me hizo saber que, desde ese instante, me iba a convertir en su amante perpetuo para el resto de mi vida.

Insisto, no soy experto. No conozco el libreto de memoria. No me sé los actos, ni las arias, ni los duetos… Pero esa frase sí la conozco. Y cuando la escuché me sobrevino ese desvanecimiento más propio de una dama de la época victoriana a la que le aprieta el corsé, que de un hombre tranquilamente sentado en su butaca.
¡¡Qué tendrá la música!!

Además, y permítanme el clasismo, allí sentado, oyendo una de las mas grandes obras de la música, me sentí un ilustre hombre. De otra época, de la que ya no diré que era mejor o peor, sino simplemente otra.
De esa en la que, tal vez por falta de mejores planes, se iba a la ópera con más asiduidad. Y se hacía cumpliendo unos ciertos usos que cayeron en el olvido por el paso de los años, por desidia, abandono, o quién sabe si por muestra de rebeldía.

Ahora que lo pienso, no tendría que haber dudado de mí mismo a la hora de amar la opera, simplemente recordando lo que sentí al verme en el Lincoln Center. Y eso que ni siquiera estaba dentro, sino en la plaza sobre la que circunda.
Cuando aparecí allí algo me sobrecogió. Y más teniendo en cuenta que apareció de repente (hay cosas que es mejor no planear, para poderte llevar sorpresas así). Sentí que estaba en el centro del universo en ese instante. En fin…

Y bueno, como soy hombre de impulsos, y esto me ha sabido a poco, ya estoy en proceso de convertirme en «Amigo del Real».
Hay que pasar al siguiente nivel, y para algo tendrá que valer estar a una hora de Madrid.
Que no se quede en un experiencia puntual esto que acabo de relatar, y pase a ser algo que poder hacer de manera periódica mientras la vida me lo permita.

 

Besos para ellas y un abrazo para los demás.
Se os quiere y lo sabéis.

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