CUARENTA Y OCHO
Cuando sumas años sin querer hacerlo –y no porque dé miedo la cantidad de ellos sino porque ya no se le da apenas importancia–, te das cuenta que tienes bastantes.
Los suficientes para que, al dividirlos entre dos, el resultado no te deje, ni cerca, de esa adolescencia en que cantabas Dos Imanes por primera vez a la mujer de tu vida; de tu vida de 14 años, por supuesto. Con más miedo que atrevimiento, pero con mucha ilusión.
En un día como éste, 24 de septiembre, solía realizar un acto de contrición previo a la confesión, donde exponía, aquí, todos mis errores y aciertos delante de todos vosotros, sin miedo al escarnio público.
Aunque este año, la verdad, no sabría qué escribir. Y lo que hubiese dicho hubiese sido algo demasiado repetitivo, por monótono e irrelevante.
Por lo tanto voy a aprovechar este texto para reivindicar otra de las tantas cosas que se está perdiendo por nuestro propio egoísmo: las felicitaciones.
Me encanta dar la enhorabuena y felicitar a todos los que puedo, por casi cualquier cosa que sea digna de celebración. Me encanta compartir momentos de júbilo ajeno, quizá por falta de los míos propios.
Y cuando lo hago suelo recibir respuestas del tipo «da gusto contigo», «nunca te olvidas» o «me encanta que te hayas acordado».
Esto denota, por los menos, que la gente con la que trato suele ser, en un altísimo porcentaje, educada.
Pero éste es un camino que no suele ser de dos direcciones.
De todos los gestos de algarabía que expreso, me llegan de vuelta una ínfima parte cuando soy yo el celebrante.
Y no porque los demás no quieran celebrar conmigo mis grandes momentos, no. Simplemente estos hechos no tienen el suficiente ancho para hacerse un hueco en las apretadas agendas del resto.
Estamos demasiado ocupados para pensar unos segundos al día en los demás. El yo es más fuerte que el nosotros.
Recuerdo que hasta hace no mucho, cuando renovaba los calendarios gigantes que la revista Fotogramas regalaba cada diciembre, lo primero que hacía era escribir en el nuevo las celebraciones anuales que había apuntadas en el antiguo. Era parte de una ceremonia que me ayudaría a recordar todo aquello que merecía ser recordado.
Con la llegada de los teléfonos inteligentes, ya no había que hacer eso. Se apuntaba una vez, y ahí quedaba registrado para el resto de la eternidad.
Y con las redes sociales, directamente, no había que hacer nada. Simplemente dejar que la aplicación de turno te avisase. Un poco artificial, pero efectivo.
Como a mí me gustan las cosas que no se hacen por obligación, eliminé de mis perfiles mi fecha de nacimiento. Exoneraba así de tener que felicitar mi cumpleaños sin tener ganas de hacerlo. A mí también me cansaba escribir a alguien un frío mensaje, si no me apetecía. Liberad a Willy, y Willy fue liberado.
Por supuesto, el número de felicitaciones bajó, como no podía ser de otra manera. Era mejor así.
Todos más contentos.
Pero como pasa muchas veces, cuando a algo se le quita la imposición, aunque sólo sea moral, acaba convirtiéndose en hechos aislados. «Gracias» y «por favor» son buenos ejemplos de ello.
A día de hoy, las felicitaciones que recibo se pueden contar casi con los dedos de una mano (es mentira, pero hay que darle a esto su punto trágico), y es una pena.
Una pena no porque me quede sin felicitación, no lo digo por eso. Sino porque, muchas veces, este mensaje era el único contacto que mantenía con muchas personas, con las que de otra manera es difícil tenerlo. Era un mensaje de «No hablo contigo a diario, pero quiero que sepas que todavía me acuerdo de ti, y eres parte de mi vida. Aunque sea de la pasada».
La prueba de que no busco la reciprocidad es que sigo felicitando a todos por todo, a pesar que hace ya muchos años que no sea correspondido de la misma manera por casi nadie. Pero no por ello voy a dejar de hacerlo. Es mi manera de declarar que aún me importáis.
Llamadme tonto si queréis, no pasa nada.
Obviamente, alguna vez se me olvida algo. Pero es lo que tenemos los tontos, que también somos humanos y erramos.
Por lo tanto, os pido que reflexionéis sobre esto que he escrito.
Felicitar a alguien, por el motivo que sea, os va a quitar, como mucho, unos pocos segundos de nuestras vidas –las cuales me alegro que estén muy ocupadas, porque eso suele ser buena señal–. Pero a cambio, estoy seguro que quien reciba vuestro acuse de recibo de «Me importas», lo va a agradecer muchísimo.
Besos para ellas y un abrazo para los demás.
Se os quiere y lo sabéis.
P.D.: Por de pronto, yo mismo me voy a felicitar porque por fin ha llegado la época en que se cambia de estación, y las camisas de lino se transforman en jerséis de cashmere.
Veis, siempre hay algo que celebrar.
Comments (8)
¡¡¡FELICIDADES PATYYYY!!! Tienes toda la razón, deberíamos felicitar y ‘enhorabuenear’ más, pero si no lo hacen los demás, no está pasa nada por autofelicitarse 😉
Besiño enorme y disfruta de este ‘Dulce lunes’
¡Gracias, Palo!
Realmente fue ayer. Y disfruté mucho de mi cumple, la verdad.
Hoy sólo ha sido el día de la reivindicación de las felicitaciones, por lo que sea. Que nos estamos olvidando de ellas, por centrarnos tanto en nuestros ombligos.
¡Un beso!
Yo (casi) siempre llego un día tarde, pero llego!! XD!!
Jajajajajajaja
Cierto, Pecosiña.
De hecho, no sería igual si me felicitases el día correcto. No me haría ilusión.
Me encantó Paty!!!!!!!! ……taaaaan ciertoooooo!!!!!! Abrazo grande!!!!!!
Tú salvas hasta la diferencia horaria.
Un beso, Elvirinchis!!
Muy tarde pero más vale tarde q nunca!!😉
Muchísimas felicidades y espero q pasaras muy buen día de cumple!!😘
Como me ha dicho hoy Dani Rivera, «No hay santo sin su novena», así que nunca es tarde.
Muchas gracias, Bea.
¡Un beso!