NUESTRO ÚNICO EQUIPAJE

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Y es que no hay droga más dura, que el amor sin medida.
Y es que no hay droga más dura, que el roce de tu piel

Esto para mí significa un Seat Panda rojo –el de mi amigo Luis– conmigo dentro (y con él, por supuesto, porque sino quién iba a estar conduciendo). Volviendo de la biblioteca, y los dos cantando esta canción como si dejar un gramo de aire en nuestros pulmones nos supusiese la muerte.
Teníamos 18 ó 19 años y nos creíamos los reyes del mundo. Ese mundo que teníamos justo a nuestros pies, como un balón de fútbol que esperase ser golpeado a nuestro antojo para indicarle la dirección que debía seguir (a pesar de ser hombres de basket). Mientras tanto, decíamos cosas como, «Qué es bueno este disco. ¡¡Es lo mejor que existe!!»

Esa frase podía sonar a atrevida ignorancia, como el 90% de las cosas que se aseveran a esa edad, pero sí es cierto que nunca faltaba algo de razón a todo lo que decíamos. Tan sólo fallaba un poco la magnitud con la que juzgábamos todo. Aunque ¿quién no tiende a engrandecer las cosas a esos años?

Bendita ignorancia aquella, que se iría corrigiendo con los años según se iban adquiriendo conocimientos, experiencia y otras tantas cosas que sonaban a serias. Tan serias que en la adolescencia no se solían prestar atención, porque para eso ya estaban los mayores que se iban a encargar de recordárnoslas.
Bendita ignorancia que nos llevaba a atrevernos a hacer cosas inimaginables, gracias a la sinrazón que traía adjunta de serie. Y sin la cual los experimentos sólo se habrían hecho con gaseosa, lo cual nos hubiese llevado a no descubrir el whisky.
Años de locuras, de idas y venidas, de arte y ensayo –con poco arte y poco ensayo–. Años de vida, obra y milagros; de muchos milagros que hubiesen dado para una larga lista de novelas como aquellas que escribió la llamada generación Kronen.
–¿Un cigarro?
–Habanos a poder ser, y sin boquilla.
En esto consistían esos años.

¿Nos damos un paseo en pretérito?
Que alguien rescate ese Seat Panda rojo, que me monto para volver allí.
Eso sí, sólo a echar una ojeada, porque aquello ya lo viví, y no hace falta repetir como un mal estudiante. Simplemente quiero ver si los saltos al vacío los siguen despachando en cualquier farmacia, de cualquier ciudad, sin prescripción médica y sin prospecto de esos que asustan.

Lo vivido ya está disfrutado. Y con una vez, vale.

 

Besos para ellas y un abrazo para los demás.
Se os quiere y los sabéis.

P.D.: gracias Carlos Goñí por haber hecho ese disco Básico que tan buenos momentos me dio en su día, y que se han repetido hoy en forma de recuerdos, gritos y gañidos durante todo el día, y en este post. Gracias.

(Visto 85 veces)

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Comments (2)

  • Soldadito Marinero Reply

    Buen relato, me ha recordado por momentos al libro 4 Amigos de David Trueba y a esta entrada sobre sobre Johnny Cash Un saludo!

    15/04/2016 at 10:10 pm
    • patyvarela Reply

      Me halaga la comparación, pero tú post puede que le de unas mil o dos mil vueltas al mío.
      Como bien dices, «Aquí he venido a bajar a las profundidades y a buscar la esencia» (ésta es mi frase, por cierto), y yo pocas veces soy tan profundo.
      Me quedo en mi epidermis salvo contadas excepciones, a pesar que sé que es probable que hiciese cosas más interesantes si escarbase un poco. Me lo pensaré para el próximo!!
      Un saludo!!

      19/04/2016 at 6:21 pm

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